El interior abierto del edificio tiene un flujo continuo acentuado por espacios arquitectónicos únicos, muebles integrados hechos de madera de nogal y roble, y ventanas cuidadosamente ubicadas. Vivir en un «espacio verde», por encima de los tejados de la ciudad, se experimenta espacialmente a través de un punto de vista siempre cambiante. La planta baja y la planta superior están conectadas entre sí por una escalera abierta flanqueada por elementos empotrados de madera.
Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor; como Cristo. No para sí, sino para dar conceptos de justicia y paz a nuestro pueblo. Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza, a este momento de oración por doña Sarita y por nosotros. Jorge Pinto y su esposa llegaron a la capilla una hora después. Arrodillado, con el breviario en las manos y concentrado en tal forma que probablemente no se percató de nuestra presencia”, escribió Pinto en sus memorias. Minutos antes de iniciar el servicio llegaron algunos invitados.
Libra una batalla silenciosa, semiconsciente, por sobrevivir a la destrucción meteórica de sus órganos vitales. Por ahora resiste a la invasión generalizada, al desborde fatal de los torrentes de sangre que la diminuta bala calibre .22 sacó de sus cauces naturales. Sus defensas han sido aniquiladas pero ese cuerpo, esa vida, se niega a capitular. Sus órganos hacen los últimos intentos desesperados para evitar la catástrofe. Son estas imágenes las que determinaron la memoria colectiva de aquella tarde, en la que inició nuestra larga guerra civil que duraría doce años y nos dejaría casi cien mil muertos.
“Cada vez que levantaban el tronco de Romero, un chorrito de sangre salía por la herida”, recuerda Florentín Meléndez, uno de los abogados de Socorro Jurídico. Cuando la radiografía estuvo lista, todos los asistentes tenían ya las manos manchadas de sangre. Pinto escribió en sus memorias que “el disparo sonó como una bomba”. De igual manera lo recordarán tres décadas después el abogado Inclán, el fotógrafo Pérez y la madre Luz. Es cierto que la memoria es engañosa y que la peculiaridad de la grabación -que al menos Inclán escuchó después- o el trauma pueden haber amplificado el recuerdo del sonido. Al costado izquierdo del altar se colocaron las monjas.
Otras religiosas se acercaron a ayudar, pero no había mucho que hacer. La madre Luz corrió al teléfono y llamó a un médico. En el altar, alrededor del arzobispo sangrante, los presentes decidieron que no podían esperar médicos ni ambulancias.
Sáenz Lacalle, un cura español que fue muchos años después arzobispo de San Salvador, había llamado la noche anterior a Romero para recordarle el retiro espiritual. Poco interesado en los vaivenes de la vida de los mortales, Lacalle ni siquiera mencionó, ni en esa llamada ni en las horas que estuvieron juntos en la playa, la homilía dominical. Pero notó, entre la agitación en que se había convertido la vida de Romero durante los últimos tres años, una consternación particular.
Urioste, preocupado por la vida de monseñor Romero, también sugirió prudencia. Los jesuitas Ellacuría y Estrada, en cambio, con un largo historial de irreverencia y de confrontación con el poder militar, opinaron que el arzobispo debía incluso endurecer más su mensaje. Le pidieron que incluyera, entre sus denuncias, el allanamiento militar al campus de la jesuita Universidad Centroamericana la tarde de ese mismo sábado, durante el cual un estudiante fue muerto y varios más continuaban desaparecidos. Pocos minutos después, algunos de los presentes, recuperados del aturdimiento, llevarán alarmados al arzobispo a un vehículo de carga, el único disponible, para trasladarlo a un hospital. Dos mujeres sostienen la parte media de la espalda, el hombro izquierdo, el cuello y la cabeza de Romero. En sus rostros hay urgencia, una angustia incontenible.
Fue el primer testigo en aportar datos sobre el automóvil. Con él salió también Rosa Hernández, una voluntaria que escuchó el disparo cuando cocinaba para los enfermos del hospital. Hernández es la mujer al extremo derecho de la foto de La Piedad. Huyó a Costa Rica unos meses después, tras recibir amenazas de desconocidos que la invitaban a reservarse para sí misma todo lo que vio. Pero no estaba muy lejos de la escena, porque después dijo también que vio cuando subieron a monseñor Romero, sangrando, al vehículo del coronel Núñez.
No era una buena concept andar anunciando en los periódicos su agenda pastoral. Las religiosas le pidieron cancelar su participación y que otro sacerdote oficiara en su lugar. “Ya me comprometí con Jorge y no le puedo fallar”, respondió el arzobispo. En los últimos seis meses El Salvador había vivido un golpe de Estado; dos renuncias masivas de civiles en el gobierno y cinco mil asesinatos atribuidos a los cuerpos de seguridad, a paramilitares y a organizaciones guerrilleras.